martes, 29 de agosto de 2017

Capitulo 10. El mapa del merodeador

La señora Pomfrey insistió en que Harry se quedara en la enfermería el fin de
semana. El muchacho no se quejó, pero no le permitió que tirara los restos de
la Nimbus 2.000. Sabía que era una tontería y que la Nimbus no podía
repararse, pero Harry no podía evitarlo. Era como perder a uno de sus mejores
amigos.

Lo visitó gente sin parar; todos con la intención de infundirle ánimos.
Hagrid le envió unas flores llenas de tijeretas y que parecían coles amarillas, y
Ginny Weasley, sonrojada, apareció con una tarjeta de saludo que ella misma
había hecho y que cantaba con voz estridente salvo cuando se cerraba y se
metía debajo del frutero.

El equipo de Gryffindor volvió a visitarlo el domingo por la mañana, esta
vez con Wood, que aseguró a Harry con voz de ultratumba que no lo culpaba
en absoluto. Ron y Hermione no se iban hasta que llegaba la noche. Pero nada
de cuanto dijera o hiciese nadie podía aliviar a Harry, porque los demás sólo
conocían la mitad de lo que le preocupaba.


No había dicho nada a nadie acerca del Grim, ni siquiera a Ron y a
Hermione, porque sabía que Ron se asustaría y Hermione se burlaría. El hecho
era, sin embargo, que el Grim se le había aparecido dos veces y en las dos
ocasiones había habido accidentes casi fatales. La primera casi lo había atropellado
el autobús noctámbulo. La segunda había caído de veinte metros de
altura. ¿Iba a acosarlo el Grim hasta la muerte? ¿Iba a pasar él el resto de su
vida esperando las apariciones del animal?

Y luego estaban los dementores. Harry se sentía muy humillado cada vez
que pensaba en ellos. Todo el mundo decía que los dementores eran
espantosos, pero nadie se desmayaba al verlos... Nadie más oía en su cabeza
el eco de los gritos de sus padres antes de morir.

Porque Harry sabía ya de quién era aquella voz que gritaba. En la
enfermería, desvelado durante la noche, contem plando las rayas que la luz de
la luna dibujaba en el techo, oía sus palabras una y otra vez. Cuando se le
acercaban los dementores, oía los últimos gritos de su madre, su afán por
protegerlo de lord Voldemort, y las carcajadas de lord Voldemort antes de
matarla... Harry dormía irregularmente, sumergiéndose en sueños plagados de
manos corruptas y viscosas y de gritos de terror, y se despertaba sobresaltado
para volver a oír los gritos de su madre.

Fue un alivio regresar el lunes al bullicio del colegio, donde estaba obligado a
pensar en otras cosas, aunque tuviera que soportar las burlas de Draco Malfoy.
Malfoy no cabía en sí de gozo por la derrota de Gryffindor. Por fin se había
quitado las vendas y lo había celebrado parodiando la caída de Harry. La
mayor parte de la siguiente clase de Pociones la pasó Malfoy imitando por toda
la mazmorra a los dementores. Llegó un momento en que Ron no pudo
soportarlo más y le arrojó un corazón de cocodrilo grande y viscoso. Le dio en
la cara y consiguió que Snape le quitara cincuenta puntos a Gryffindor.

—Si Snape vuelve a dar la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, me
pondré enfermo —explicó Ron, mientras se dirigían al aula de Lupin, tras el
almuerzo—. Mira a ver quién está, Hermione.

Hermione se asomó al aula.

—¡Estupendo!

El profesor Lupin había vuelto al aula. Ciertamente, tenía aspecto de
convaleciente. Las togas de siempre le quedaban grandes y tenía ojeras. Sin
embargo, sonrió a los alumnos mientras se sentaban, y ellos prorrumpieron
inmediatamente en quejas sobre el comportamiento de Snape durante la
enfermedad de Lupin.

—No es justo. Sólo estaba haciendo una sustitución ¿Por qué tenía que
mandarnos trabajo?


—No sabemos nada sobre los hombres lobo...
—¡... dos pergaminos!
—¿Le dijisteis al profesor Snape que todavía no habíamos llegado ahí? —

preguntó el profesor Lupin, frunciendo un poco el entrecejo.

Volvió a producirse un barullo.

—Si, pero dijo que íbamos muy atrasados...

—... no nos escuchó...

—¡... dos pergaminos!

El profesor Lupin sonrió ante la indignación que se dibujaba en todas las

caras.

—No os preocupéis. Hablaré con el profesor Snape. No tendréis que hacer
el trabajo.

—¡Oh, no! —exclamó Hermione, decepcionada—. ¡Yo ya lo he terminado!

Tuvieron una clase muy agradable. El profesor Lupin había llevado una
caja de cristal que contenía un hinkypunk, una criatura pequeña de una sola
pata que parecía hecha de humo, enclenque y aparentemente inofensiva.

—Atrae a los viajeros a las ciénagas —dijo el profesor Lupin mientras los
alumnos tomaban apuntes—. ¿Veis el farol que le cuelga de la mano? Le sale
al paso, el viajero sigue la luz y entonces...

El hinkypunk produjo un chirrido horrible contra el cristal.

Al sonar el timbre, todos, Harry entre ellos, recogieron sus cosas y se
dirigieron a la puerta, pero...

—Espera un momento, Harry —le dijo Lupin—, me gustaría hablar un
momento contigo.

Harry volvió sobre sus pasos y vio al profesor cubrir la caja del hinkypunk.

—Me han contado lo del partido —dijo Lupin, volviendo a su mesa y
metiendo los libros en su maletín—. Y lamento mucho lo de tu escoba. ¿Será
posible arreglarla?

—No —contestó Harry—, el árbol la hizo trizas.

Lupin suspiró.

—Plantaron el sauce boxeador el mismo año que llegué a Hogwarts. La
gente jugaba a un juego que consistía en aproximarse lo suficiente para tocar
el tronco. Un chico llamado Davey Gudgeon casi perdió un ojo y se nos
prohibió acercarnos. Ninguna escoba habría salido airosa.


—¿Ha oído también lo de los dementores? —dijo Harry, haciendo un
esfuerzo.

Lupin le dirigió una mirada rápida.

—Sí, lo oí. Creo que nadie ha visto nunca tan enfadado al profesor
Dumbledore. Están cada vez más rabiosos porque Dumbledore se niega a
dejarlos entrar en los terrenos del colegio... Fue la razón por la que te caíste,
¿no?

—Sí —respondió Harry. Dudó un momento y se le escapó la pregunta que
le rondaba por la cabeza—. ¿Por qué? ¿Por qué me afectan de esta manera?
¿Acaso soy...?

—No tiene nada que ver con la cobardía —dijo el profesor Lupin
tajantemente, como si le hubiera leído el pensamiento—. Los dementores te
afectan más que a los demás porque en tu pasado hay cosas horribles que los
demás no tienen. —Un rayo de sol invernal cruzó el aula, iluminando el cabello
gris de Lupin y las líneas de su joven rostro—. Los dementores están entre las
criaturas más nauseabundas del mundo. Infestan los lugares más oscuros y
más sucios. Disfrutan con la desesperación y la destrucción ajenas, se llevan la
paz, la esperanza y la alegría de cuanto les rodea. Incluso los muggles
perciben su presencia, aunque no pueden verlos. Si alguien se acerca mucho a
un dementor; éste le quitará hasta el último sentimiento positivo y hasta el
último recuerdo dichoso. Si puede, el dementor se alimentará de él hasta
convertirlo en su semejante: en un ser desalmado y maligno. Le dejará sin otra
cosa que las peores experiencias de su vida. Y el peor de tus recuerdos, Harry,
es tan horrible que derribaría a cualquiera de su escoba. No tienes de qué
avergonzarte.

—Cuando hay alguno cerca de mí... —Harry miró la mesa de Lupin, con
los músculos del cuello tensos— oigo el momento en que Voldemort mató a mi
madre.

Lupin hizo con el brazo un movimiento repentino, como si fuera a coger a
Harry por el hombro, pero lo pensó mejor. Hubo un momento de silencio y
luego...

—¿Por qué acudieron al partido? —preguntó Harry con tristeza.

—Están hambrientos —explicó Lupin tranquilamente, cerrando el maletín,
que dio un chasquido—. Dumbledore no los deja entrar en el colegio, de forma
que su suministro de presas humanas se ha agotado... Supongo que no
pudieron resistirse a la gran multitud que había en el estadio. Toda aquella
emoción... El ambiente caldeado... Para ellos, tenía que ser como un banquete.

—Azkaban debe de ser horrible —masculló Harry

Lupin asintió con melancolía.

—La fortaleza está en una pequeña isla, perdida en el mar. Pero no hacen
falta muros ni agua para tener a los presos encerrados, porque todos están


atrapados dentro de su propia cabeza, incapaces de tener un pensamiento
alegre. La mayoría enloquece al cabo de unas semanas.

—Pero Sirius Black escapó —dijo Harry despacio—. Escapó...

El maletín de Lupin cayó de la mesa. Tuvo que inclinarse para recogerlo:

—Sí —dijo incorporándose—. Black debe de haber descubierto la manera
de hacerles frente. Yo no lo habría creído posible... En teoría, los dementores
quitan al brujo todos sus poderes si están con él el tiempo suficiente.

—Usted ahuyentó en el tren a aquel dementor —dijo Harry de repente.

—Hay algunas defensas que uno puede utilizar —explicó Lupin—. Pero en
el tren sólo había un dementor. Cuantos más hay, más difícil resulta
defenderse.

—¿Qué defensas? —preguntó Harry inmediatamente—. ¿Puede
enseñarme?

—No soy ningún experto en la lucha contra los dementores, Harry. Más
bien lo contrario...

—Pero si los dementores acuden a otro partido de quidditch, tengo que
tener algún arma contra ellos.

Lupin vio a Harry tan decidido que dudó un momento y luego dijo:

—Bueno, de acuerdo. Intentaré ayudarte. Pero me temo que no podrá ser
hasta el próximo trimestre. Tengo mucho que hacer antes de las vacaciones.
Elegí un momento muy inoportuno para caer enfermo.

Con la promesa de que Lupin le daría clases antidementores, la esperanza de
que tal vez no tuviera que volver a oír la muerte de su madre, y la derrota que
Ravenclaw infligió a Hufflepuff en el partido de quidditch de finales de noviembre,
el estado de ánimo de Harry mejoró mucho. Gryffindor no había perdido
todas las posibilidades de ganar la copa, aunque tampoco podían permitirse
otra derrota. Wood recuperó su energía obsesiva y entrenó al equipo con la
dureza de costumbre bajo la fría llovizna que persistió durante todo el mes de
diciembre. Harry no vio la menor señal de los dementores dentro del recinto del
colegio. La ira de Dumbledore parecía mantenerlos en sus puestos, en las
entradas.

Dos semanas antes de que terminara el trimestre, el cielo se aclaró de
repente, volviéndose de un deslumbrante blanco opalino, y los terrenos
embarrados aparecieron una mañana cubiertos de escarcha. Dentro del castillo
había ambiente navideño. El profesor Flitwick, que daba Encantamientos, ya
había decorado su aula con luces brillantes que resultaron ser hadas de


verdad, que revoloteaban. Los alumnos comentaban entusiasmados sus planes
para las vacaciones. Ron y Hermione habían decidido quedarse en Hogwarts, y
aunque Ron dijo que era porque no podía aguantar a Percy durante dos
semanas, y Hermione alegó que necesitaba utilizar la biblioteca, no
consiguieron engañar a Harry: se quedaban para hacerle compañía y él se
sintió muy agradecido.

Para satisfacción de todos menos de Harry, estaba programada otra salida
a Hogsmeade para el último fin de semana del trimestre.

—¡Podemos hacer allí todas las compras de Navidad! —dijo Hermione—.
¡A mis padres les encantaría el hilo dental mentolado de Honeydukes!

Resignado a ser el único de tercero que no iría, Harry le pidió prestado a
Wood su ejemplar de El mundo de la escoba, y decidió pasar el día
informándose sobre los diferentes modelos. En los entrenamientos había
montado en una de las escobas del colegio, una antigua Estrella Fugaz muy
lenta que volaba a trompicones; estaba claro que necesitaba una escoba

propia.

La mañana del sábado de la excursión, se despidió de Ron y de Hermione,
envueltos en capas y bufandas, y subió solo la escalera de mármol que
conducía a la torre de Gryffindor. Habla empezado a nevar y el castillo estaba
muy tranquilo y silencioso.

—¡Pss, Harry!

Se dio la vuelta a mitad del corredor del tercer piso y vio a Fred y a George
que lo miraban desde detrás de la estatua de una bruja tuerta y jorobada.

—¿Qué hacéis? —preguntó Harry con curiosidad—. ¿Cómo es que no
estáis camino de Hogsmeade?

—Hemos venido a darte un poco de alegría antes de irnos —le dijo Fred
guiñándole el ojo misteriosamente—. Entra aquí...

Le señaló con la cabeza un aula vacía que estaba a la izquierda de la
estatua de la bruja. Harry entró detrás de Fred y George. George cerró la
puerta sigilosamente y se volvió, mirando a Harry con una amplia sonrisa.

—Un regalo navideño por adelantado, Harry —dijo.

Fred sacó algo de debajo de la capa y lo puso en una mesa, haciendo con
el brazo un ademán rimbombante. Era un pergam ino grande, cuadrado, muy
desgastado. No tenía nada escrito. Harry, sospechando que fuera una de las
bromas de Fred y George, lo miró con detenimiento.

—¿Qué es?

—Esto, Harry, es el secreto de nuestro éxito —dijo George, acariciando el
pergamino.


—Nos cuesta desprendernos de él —dijo Fred—. Pero anoche llegamos a
la conclusión de que tú lo necesitas más que nosotros.

—De todas formas, nos lo sabemos de memoria. Tuyo es. A nosotros ya
no nos hace falta.

—¿Y para qué necesito un pergamino viejo? —preguntó Harry.

—¡Un pergamino viejo! —exclamó Fred, cerrando los ojos y haciendo una
mueca de dolor; como si Harry lo hubiera ofendido gravemente—. Explícaselo,
George.

—Bueno, Harry.. cuando estábamos en primero.. y éramos jóvenes,
despreocupados e inocentes... —Harry se rió. Dudaba que Fred y George
hubieran sido inocentes alguna vez—. Bueno, más inocentes de lo que somos
ahora... tuvimos un pequeño problema con Filch.

—Tiramos una bomba fétida en el pasillo y se molestó.

—Así que nos llevó a su despacho y empezó a amenazarnos con el
habitual...

—... castigo...

—... de descuartizamiento...

—... y fue inevitable que viéramos en uno de sus archivadores un cajón en
que ponía «Confiscado y altamente peligroso».

—No me digáis... —dijo Harry sonriendo.

—Bueno, ¿qué habrías hecho tú? —preguntó Fred— George se encargó
de distraerlo lanzando otra bomba fétida, yo abrí a toda prisa el cajón y cogí...
esto.

—No fue tan malo como parece —dijo George—. Creemos que Filch no
sabía utilizarlo. Probablemente sospechaba lo que era, porque si no, no lo
habría confiscado.

—¿Y sabéis utilizarlo?

—Si —dijo Fred, sonriendo con complicidad—. Esta pequeña maravilla nos

ha enseñado más que todos los profesores del colegio.

—Me estáis tomando el pelo —dijo Harry, mirando el pergamino.

—Ah, ¿sí? ¿Te estamos tomando el pelo? —dijo George.

Sacó la varita, tocó con ella el pergamino y pronunció:

—Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas.

E inmediatamente, a partir del punto en que había tocado la varita de


George, empezaron a aparecer unas finas líneas de tinta, como filamentos de
telaraña. Se unieron unas con otras, se cruzaron y se abrieron en abanico en
cada una de las esquinas del pergamino. Luego empezaron a aparecer
palabras en la parte superior. Palabras en caracteres grandes, verdes y
floreados que proclamaban:

Los señores Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta

proveedores de artículos para magos traviesos

están orgullosos de presentar

EL MAPA DEL MERODEADOR

Era un mapa que mostraba cada detalle del castillo de Hogwarts y de sus
terrenos. Pero lo más extraordinario eran las pequeñas motas de tinta que se
movían por él, cada una etiquetada con un nombre escrito con letra diminuta.
Estupefacto, Harry se inclinó sobre el mapa. Una mota de la esquina superior
izquierda, etiquetada con el nombre del profesor Dumbledore, lo mostraba
caminando por su estudio. La gata del portero, la Señora Norris, patrullaba por
la segunda planta, y Peeves se hallaba en aquel momento en la sala de los
trofeos, dando tumbos. Y mientras los ojos de Harry recorrían los pasillos que
conocía, se percató de otra cosa: aquel mapa mostraba una serie de pasadizos
en los que él no había entrado nunca. Muchos parecían conducir...

—Exactamente a Hogsmeade —dijo Fred, recorriéndolos con el dedo—.
Hay siete en total. Ahora bien, Filch conoce estos cuatro. —Los señaló—. Pero
nosotros estamos seguros de que nadie más conoce estos otros. Olvídate de
éste de detrás del espejo de la cuarta planta. Lo hemos utilizado hasta el
invierno pasado, pero ahora está completamente bloqueado. Y en cuanto a
éste, no creemos que nadie lo haya utilizado nunca, porque el sauce boxeador
está plantado justo en la entrada. Pero éste de aquí lleva directamente al
sótano de Honeydukes. Lo hemos atravesado montones de veces. Y la entrada
está al lado mismo de esta aula, como quizás hayas notado, en la joroba de la
bruja tuerta.

—Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta —suspiró George,
señalando la cabecera del mapa—. Les debemos tanto...

—Hombres nobles que trabajaron sin descanso para ayudar a una nueva
generación de quebrantadores de la ley —dijo Fred solemnemente.

—Bien —añadió George—. No olvides borrarlo después de haberlo
utilizado.

—De lo contrario, cualquiera podría leerlo —dijo Fred en tono de
advertencia.


—No tienes más que tocarlo con la varita y decir: «¡Travesura realizada!»,
y se quedará en blanco.

—Así que, joven Harry —dijo Fred, imitando a Percy admirablemente—,
pórtate bien.

—Nos veremos en Honeydukes —le dijo George, guiñándole un ojo.

Salieron del aula sonriendo con satisfacción.

Harry se quedó allí, mirando el mapa milagroso. Vio que la mota de tinta
que correspondía a la Señora Norris se volvía a la izquierda y se paraba a
olfatear algo en el suelo. Si realmente Filch no lo conocía, él no tendría que
pasar por el lado de los dementores. Pero incluso mientras permanecía allí,
emocionado, recordó algo que en una ocasión había oído al señor Weasley:
«No confíes en nada que piense si no ves dónde tiene el cerebro.»

Aquel mapa parecía uno de aquellos peligrosos objetos mágicos contra los
que el señor Weasley les advertía. «Artículos para magos traviesos...» Ahora
bien, meditó Harry, él sólo quería utilizarlo para ir a Hogsmeade. No era lo

mismo que robar o atacar a alguien... Y Fred y George lo habían utilizado
durante años sin que ocurriera nada horrible.

Harry recorrió con el dedo el pasadizo secreto que llevaba a Honeydukes.

Entonces, muy rápidamente, como si obedeciera una orden, enrolló el
mapa, se lo escondió en la túnica y se fue a toda prisa hacia la puerta del aula.
La abrió cinco centímetros. No había nadie allí fuera. Con mucho cuidado, salió
del aula y se colocó detrás de la estatua de la bruja tuerta.

¿Qué tenía que hacer? Sacó de nuevo el mapa y vio con asombro que en
él había aparecido una mota de tinta con el rótulo «Harry Potter». Esta mota se
encontraba exactamente donde estaba el verdadero Harry, hacia la mitad del
corredor de la tercera planta. Harry lo miró con atención. Su otro yo de tinta
parecía golpear a la bruja con la varita. Rápidamente, Harry extrajo su varita y
le dio a la estatua unos golpecitos. Nada ocurrió. Volvió a mirar el mapa. Al
lado de la mota había un diminuto letrero, como un bocadillo de tebeo. Decía:
«Dissendio.»

—¡Dissendio! —susurró Harry, volviendo a golpear con la varita la estatua
de la bruja.

Inmediatamente, la joroba de la estatua se abrió lo suficiente para que
pudiera pasar por ella una persona delgada. Harry miró a ambos lados del
corredor, guardó el mapa, metió la cabeza por el agujero y se impulsó hacia

delante. Se deslizó por un largo trecho de lo que parecía un tobogán de piedra
y aterrizó en una tierra fría y húmeda. Se puso en pie, mirando a su alrededor.
Estaba totalmente oscuro. Levantó la varita, murmuró ¡Lumos!, y vio que se
encontraba en un pasadizo muy estrecho, bajo y cubierto de barro. Levantó el
mapa, lo golpeó con la punta de la varita y dijo: «¡Travesura realizada!» El
mapa se quedó inmediatamente en blanco. Lo dobló con cuidado, se lo guardó
en la túnica, y con el corazón latiéndole con fuerza, sintiéndose al mismo


tiempo emocionado y temeroso, se puso en camino.

El pasadizo se doblaba y retorcía, más parecido a la madriguera de un
conejo gigante que a ninguna otra cosa. Harry corrió por él, con la varita por
delante, tropezando de vez en cuando en el suelo irregular.

Tardó mucho, pero a Harry le animaba la idea de llegar a Honeydukes.
Después de una hora más o menos, el camino comenzó a ascender.
Jadeando, aceleró el paso. Tenía la cara caliente y los pies muy fríos.

Diez minutos después, llegó al pie de una escalera de piedra que se perdía
en las alturas. Procurando no hacer ruido, comenzó a subir. Cien escalones,
doscientos... perdió la cuenta mientras subía mirándose los pies... Luego, de
improviso, su cabeza dio en algo duro. Parecía una trampilla. Aguzó el oído
mientras se frotaba la cabeza. No oía nada. Muy despacio, levantó ligeramente
la trampilla y miró por la rendija.

Se encontraba en un sótano lleno de cajas y cajones de madera. Salió y
volvió a bajar la trampilla. Se disimulaba tan bien en el suelo cubierto de polvo
que era imposible que nadie se diera cuenta de que estaba allí. Harry anduvo
sigilosamente hacia la escalera de madera. Ahora oía voces, además del
tañido de una campana y el chirriar de una puerta al abrirse y cerrarse.

Mientras se preguntaba qué haría, oyó abrirse otra puerta mucho más
cerca de él. Alguien se dirigía hacia allí.

—Y coge otra caja de babosas de gelatina, querido. Casi se han acabado
—dijo una voz femenina.

Un par de pies bajaba por la escalera. Harry se ocultó tras un cajón grande
y aguardó a que pasaran. Oyó que el hombre movía unas cajas y las ponía
contra la pared de enfrente. Tal vez no se presentara otra oportunidad...

Rápida y sigilosamente, salió del escondite y subió por la escalera. Al mirar
hacia atrás vio un trasero gigantesco y una cabeza calva y brillante metida en
una caja. Harry llegó a la puerta que estaba al final de la escalera, la atravesó y
se encontró tras el mostrador de Honeydukes. Agachó la cabeza, salió a gatas
y se volvió a incorporar.

Honeydukes estaba tan abarrotada de alumnos de Hogwarts que nadie se
fijó en Harry. Pasó por detrás de ellos, mirando a su alrededor; y tuvo que
contener la risa al imaginarse la cara que pondría Dudley si pudiera ver dónde
se encontraba. La tienda estaba llena de estantes repletos de los dulces más
apetitosos que se puedan imaginar. Cremosos trozos de turrón, cubitos de
helado de coco de color rosa trémulo, gruesos caramelos de café con leche,
cientos de chocolates diferentes puestos en filas. Había un barril enorme lleno
de alubias de sabores y otro de Meigas Fritas, las bolas de helado levitador de
las que le había hablado Ron. En otra pared había dulces de efectos
especiales: el chicle droobles, que hacía los mejores globos (podía llenar una
habitación de globos de color jacinto que tardaban días en explotar), la rara
seda dental con sabor a menta, diablillos negros de pimienta («¡quema a tus


amigos con el aliento!»); ratones de helado («¡oye a tus dientes rechinar y
castañetear!»); crema de menta en forma de sapo («¡realmente saltan en el
estómago!»); frágiles plumas de azúcar hilado y caramelos que estallaban.

Harry se apretujó entre una multitud de chicos de sexto, y vio un letrero
colgado en el rincón más apartado de la tienda («Sabores insólitos»). Ron y
Hermione estaban debajo, observando una bandeja de pirulíes con sabor a
sangre. Harry se les acercó a hurtadillas por detrás.

—Uf, no, Harry no querrá de éstos. Creo que son para vampiros —decía
Hermione.

—¿Y qué te parece esto? —dijo Ron acercando un tarro de cucarachas a
la nariz de Hermione.

—Aún peor —dijo Harry.

A Ron casi se le cayó el bote.

—¡Harry! —gritó Hermione—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo... como lo has
hecho...?

—¡Ahí va! —dijo Ron muy impresionado—. ¡Has aprendido a
materializarte!

—Por supuesto que no —dijo Harry. Bajó la voz para que ninguno de los
de sexto pudiera oírle y les contó lo del mapa del merodeador.

—¿Por qué Fred y George no me lo han dejado nunca? ¡Son mis
hermanos!

—¡Pero Harry no se quedará con él! —dijo Hermione, como si la idea fuera
absurda—. Se lo entregará a la profesora McGonagall. ¿A que sí, Harry?

—¡No! —contestó Harry

—¿Estás loca? —dijo Ron, mirando a Hermione con ojos muy abiertos—.
¿Entregar algo tan estupendo?

—¡Si lo entrego tendré que explicar dónde lo conseguí! Filch se enteraría
de que Fred y George se lo cogieron.

—Pero ¿y Sirius Black? —susurró Hermione—. ¡Podría estar utilizando
alguno de los pasadizos del mapa para entrar en el castillo! ¡Los profesores
tienen que saberlo!

—No puede entrar por un pasadizo —dijo enseguida Harry—. Hay siete
pasadizos secretos en el mapa, ¿verdad? Fred y George saben que Filch
conoce cuatro. Y en cuanto a los otros tres... uno está bloqueado y nadie lo
puede atravesar; otro tiene plantado en la entrada el sauce boxeador; de forma
que no se puede salir; y el que acabo de atravesar yo..., bien..., es realmente
difícil distinguir la entrada, ahí abajo, en el sótano... Así que a menos que


supiera que se encontraba allí...

Harry dudó. ¿Y si Black sabía que la entrada del pasadizo estaba allí?
Ron, sin embargo, se aclaró la garganta y señaló un rótulo que estaba pegado
en la parte interior de la puerta de la tienda:

POR ORDEN DEL MINISTERIO DE MAGIA

Se recuerda a los clientes que hasta nuevo aviso los dementores
patrullarán las calles cada noche después de la puesta de sol. Se ha
tomado esta medida pensando en la seguridad de los habitantes de
Hogsmeade y se levantará tras la captura de Sirius Black. Es
aconsejable, por lo tanto, que los ciudadanos finalicen las compras
mucho antes de que se haga de noche.

¡Felices Pascuas!

—¿Lo veis? —dijo Ron en voz baja—. Me gustaría ver a Black tratando de
entrar en Honeydukes con los dementores por todo el pueblo. De cualquier
forma, los propietarios de Honeydukes lo oirían entrar, ¿no? Viven encima de la
tienda.

—Sí, pero... —Parecía que Hermione se esforzaba por hallar nuevas
objeciones—. Mira, a pesar de lo que digas, Harry no debería venir a
Hogsmeade porque no tiene autorización. ¡Si alguien lo descubre se verá en un
grave aprieto! Y todavía no ha anochecido: ¿qué ocurriría si Sirius Black
apareciera hoy? ¿Si apareciera ahora?

—Pues que las pasaría moradas para localizar aquí a Harry —dijo Ron,
señalando con la cabeza la nieve densa que formaba remolinos al otro lado de
las ventanas con parteluz. Vamos, Hermione, es Navidad. Harry se merece un
descanso.

Hermione se mordió el labio. Parecía muy preocupada.

—¿Me vas a delatar? —le preguntó Harry con una sonrisa.

—Claro que no, pero, la verdad...

—¿Has visto las Meigas Fritas, Harry? —preguntó Ron, cogiéndolo del
brazo y llevándoselo hasta el tonel en que estaban—. ¿Y las babosas de
gelatina? ¿Y las píldoras ácidas? Fred me dio una cuando tenía siete años. Me

hizo un agujero en la lengua. Recuerdo que mi madre le dio una buena tunda
con la escoba. —Ron se quedó pensativo, mirando la caja de píldoras—.


¿Creéis que Fred picaría y cogería una cucaracha si le dijera que son
cacahuetes?

Después de pagar los dulces que habían cogido, salieron los tres a la
ventisca de la calle.

Hogsmeade era como una postal de Navidad. Las tiendas y casitas con
techumbre de paja estaban cubiertas por una capa de nieve crujiente. En las
puertas había adornos navideños y filas de velas embrujadas que colgaban de
los árboles.

A Harry le dio un escalofrío. A diferencia de Ron y Hermione, no había
cogido su capa. Subieron por la calle, inclinando la cabeza contra el viento.
Ron y Hermione gritaban con la boca tapada por la bufanda.

—Ahí está correos.

—Zonko está allí.

—Podríamos ir a la cabaña de los gritos.

—Os propongo otra cosa —dijo Ron, castañeteando los dientes—. ¿Qué
tal si tomamos una cerveza de mantequilla en Las Tres Escobas?

A Harry le apetecía muchísimo, porque el viento era horrible y tenía las
manos congeladas. Así que cruzaron la calle y a los pocos minutos entraron en
el bar.

Estaba calentito y lleno de gente, de bullicio y de humo. Una mujer guapa y
de buena figura servía a un grupo de pendencieros en la barra.

—Ésa es la señora Rosmerta —dijo Ron—. Voy por las bebidas, ¿eh? —
añadió sonrojándose un poco.

Harry y Hermione se dirigieron a la parte trasera del bar; donde quedaba
libre una mesa pequeña, entre la ventana y un bonito árbol navideño, al lado de
la chimenea. Ron regresó cinco minutos más tarde con tres jarras de caliente y
espumosa cerveza de mantequilla.

—¡Felices Pascuas! —dijo levantando la jarra, muy contento.

Harry bebió hasta el fondo. Era lo más delicioso que había probado en la
vida, y reconfortaba cada célula del cuerpo.

Una repentina corriente de aire lo despeinó. Se había vuelto a abrir la
puerta de Las Tres Escobas. Harry echó un vistazo por encima de la jarra y
casi se atragantó.

El profesor Flitwick y la profesora McGonagall acababan de entrar en el bar
con una ráfaga de copos de nieve. Los seguía Hagrid muy de cerca, inmerso
en una conversación con un hombre corpulento que llevaba un sombrero
hongo de color verde lima y una capa de rayas finas: era Cornelius Fudge, el


ministro de Magia. En menos de un segundo, Ron y Hermione obligaron a
Harry a agacharse y esconderse debajo de la mesa, empujándolo con las
manos. Chorreando cerveza de mantequilla y en cuclillas, empuñando con
fuerza la jarra vacía, Harry observó los pies de los tres adultos, que se
acercaban a la barra, se detenían, se daban la vuelta y avanzaban hacia donde
él estaba.

Hermione susurró:

—¡Mobiliarbo!

El árbol de Navidad que había al lado de la mesa se elevó unos
centímetros, se corrió hacia un lado y, suavemente, se volvió a posar delante
de ellos, ocultándolos. Mirando a través de las ramas más bajas y densas,
Harry vio las patas de cuatro sillas que se separaban de la mesa de al lado, y
oyó a los profesores y al ministro resoplar y suspirar mientras se sentaban.

Luego vio otro par de pies con zapatos de tacón alto y de color turquesa
brillante, y oyó una voz femenina:

—Una tacita de alhelí...

—Para mí —indicó la voz de la profesora McGonagall.

—Dos litros de hidromiel caliente con especias...

—Gracias, Rosmerta —dijo Hagrid.

—Un jarabe de cereza y gaseosa con hielo y sombrilla.

—¡Mmm! —dijo el profesor Flitwick, relamiéndose.

—El ron de grosella tiene que ser para usted, señor ministro.

—Gracias, Rosmerta, querida —dijo la voz de Fudge—. Estoy encantado
de volver a verte. Tómate tú otro, ¿quieres? Ven y únete a nosotros...

—Muchas gracias, señor ministro.

Harry vio alejarse y regresar los llamativos tacones. Sentía los latidos del
corazón en la garganta. ¿Cómo no se le había ocurrido que también para los
profesores era el último fin de semana del trimestre? ¿Cuánto tiempo se
quedarían allí sentados? Necesitaba tiempo para volver a entrar en
Honeydukes a hurtadillas si quería volver al colegio aquella noche... A la pierna
de Hermione le dio un tic.

—¿Qué le trae por estos pagos, señor ministro? —dijo la voz de la señora
Rosmerta.

Harry vio girarse la parte inferior del grueso cuerpo de Fudge, como si
estuviera comprobando que no había nadie cerca. Luego dijo en voz baja:


—¿Qué va a ser; querida? Sirius Black. Me imagino que sabes lo que
ocurrió en el colegio en Halloween.

—Sí, oí un rumor —admitió la señora Rosmerta.

—¿Se lo contaste a todo el bar; Hagrid? —dijo la profesora McGonagall
enfadada.

—¿Cree que Black sigue por la zona, señor ministro? —susurró la señora
Rosmerta.

—Estoy seguro —dijo Fudge escuetamente.

—¿Sabe que los dementores han registrado ya dos veces este local? —
dijo la señora Rosmerta—. Me espantaron a toda la clientela. Es fatal para el
negocio, señor ministro.

—Rosmerta querida, a mí no me gustan más que a ti —dijo Fudge con
incomodidad—. Pero son precauciones necesarias... Son un mal necesario.
Acabo de tropezarme con algunos: están furiosos con Dumbledore porque no
los deja entrar en los terrenos del castillo.

—Menos mal —dijo la profesora McGonagall tajantemente.

—¿Cómo íbamos a dar clase con esos monstruos rondando por allí?

—Bien dicho, bien dicho —dijo el pequeño profesor Flitwick, cuyos pies
colgaban a treinta centímetros del suelo.

—De todas formas —objetó Fudge—, están aquí para defendernos de algo
mucho peor. Todos sabemos de lo que Black es capaz...

—¿Sabéis? Todavía me cuesta creerlo —dijo pensativa la señora
Rosmerta—. De toda la gente que se pasó al lado Tenebroso, Sirius Black era
el último del que hubiera pensado... Quiero decir, lo recuerdo cuando era un
raño en Hogwarts. Si me hubierais dicho entonces en qué se iba a convertir;
habría creído que habíais tomado demasiado hidromiel.

—No sabes la mitad de la historia, Rosmerta —dijo Fudge con aspereza—.
La gente desconoce lo peor.

—¿Lo peor? —dijo la señora Rosmerta con la voz impregnada de
curiosidad—. ¿Peor que matar a toda esa gente?

—Desde luego, eso quiero decir —dijo Fudge.

—No puedo creerlo. ¿Qué podría ser peor?

—Dices que te acuerdas de cuando estaba en Hogwarts, Rosmerta —
susurró la profesora McGonagall—. ¿Sabes quién era su mejor amigo?

—Pues claro —dijo la señora Rosmerta riendo ligeramente—. Nunca se


veía al uno sin el otro. ¡La de veces que estuvieron aquí! Siempre me hacían
reír. ¡Un par de cómicos, Sirius Black y James Potter!

A Harry se le cayó la jarra de la mano, produciendo un fuerte ruido de
metal. Ron le dio con el pie.

—Exactamente —dijo la profesora McGonagall—. Black y Potter.
Cabecillas de su pandilla. Los dos eran muy inteligentes. Excepcionalmente
inteligentes. Creo que nunca hemos tenido dos alborotadores como ellos.

—No sé —dijo Hagrid, riendo entre dientes—. Fred y George Weasley
podrían dejarlos atrás.

—¡Cualquiera habría dicho que Black y Potter eran hermanos! —terció el
profesor Flitwick—. ¡Inseparables!

—¡Por supuesto que lo eran! —dijo Fudge—. Potter confiaba en Black más
que en ningún otro amigo. Nada cambió cuando dejaron el colegio. Black fue el
padrino de boda cuando James se casó con Lily. Luego fue el padrino de
Harry. Harry no sabe nada, claro. Ya te puedes imaginar cuánto se
impresionaría si lo supiera.

—¿Porque Black se alió con Quien Ustedes Saben? —susurró la señora
Rosmerta.

—Aún peor; querida... —Fudge bajó la voz y continuó en un susurro casi
inaudible—. Los Potter no ignoraban que Quien Tú Sabes iba tras ellos.
Dumbledore, que luchaba incansablemente contra Quien Tú Sabes, tenía cierto
número de espías. Uno le dio el soplo y Dumbledore alertó inmediatamente a
James y a Lily. Les aconsejó ocultarse. Bien, por supuesto que Quien Tú
Sabes no era alguien de quien uno se pudiera ocultar fácilmente. Dumbledore
les dijo que su mejor defensa era el encantamiento Fidelio.

—¿Cómo funciona eso? —preguntó la señora Rosmerta, muerta de
curiosidad.

El profesor Flitwick carraspeó.

—Es un encantamiento tremendamente complicado —dijo con voz de
pito— que supone el ocultamiento mágico de algo dentro de una sola mente.
La información se oculta dentro de la persona elegida, que es el guardián
secreto. Y en lo sucesivo es imposible encontrar lo que guarda, a menos que el
guardián secreto opte por divulgarlo. Mientras el guardián secreto se negara a
hablar, Quien Tú Sabes podía registrar el pueblo en que estaban James y Lily
sin encontrarlos nunca, aunque tuviera la nariz pegada a la ventana de la salita
de estar de la pareja.

—¿Así que Black era el guardián secreto de los Potter? —susurró la
señora Rosmerta.

—Naturalmente —dijo la profesora McGonagall—. James Potter le dijo a
Dumbledore que Black daría su vida antes de revelar dónde se ocultaban, y


que Black estaba pensando en ocultarse él también... Y aun así, Dumbledore
seguía preocupado. Él mismo se ofreció como guardián secreto de los Potter.

—¿Sospechaba de Black? —exclamó la señora Rosmerta.

—Dumbledore estaba convencido de que alguien cercano a los Potter
había informado a Quien Tú Sabes de sus movimientos —dijo la profesora
McGonagall con voz misteriosa—. De hecho, llevaba algún tiempo
sospechando que en nuestro bando teníamos un traidor que pasaba
información a Quien Tú Sabes.

—¿Y a pesar de todo James Potter insistió en que el guardián secreto
fuera Black?

—Así es —confirmó Fudge—. Y apenas una semana después de que se
hubiera llevado a cabo el encantamiento Fidelio...

—¿Black los traicionó? —musitó la señora Rosmerta.

—Desde luego. Black estaba cansado de su papel de espía. Estaba
dispuesto a declarar abiertamente su apoyo a Quien Tú Sabes. Y parece que
tenía la intención de hacerlo en el momento en que murieran los Potter. Pero
como sabemos todos, Quien Tú Sabes sucumbió ante el pequeño Harry Potter.
Con sus poderes destruidos, completamente debilitado, huyó. Y esto dejó a
Black en una situación incómoda. Su amo había caído en el mismo momento
en que Black había descubierto su juego. No tenía otra elección que escapar...

—Sucio y asqueroso traidor —dijo Hagrid, tan alto que la mitad del bar se
quedó en silencio.

—Chist —dijo la profesora McGonagall.

—¡Me lo encontré —bramó Hagrid—, seguramente fui yo el último que lo
vio antes de que matara a toda aquella gente! ¡Fui yo quien rescató a Harry de
la casa de Lily y James, después de su asesinato! Lo saqué de entre las ruinas,
pobrecito. Tenía una herida grande en la frente y sus padres habían muerto... Y
Sirius Black apareció en aquella moto voladora que solía llevar. No se me
ocurrió preguntarme lo que había ido a hacer allí. No sabia que él había sido el
guardián secreto de Lily y James. Pensé que se había enterado del ataque de
Quien Vosotros Sabéis y había acudido para ver en qué podía ayudar. Estaba
pálido y tembloroso. ¿Y sabéis lo que hice? ¡ME PUSE A CONSOLAR A
AQUEL TRAIDOR ASESINO! —exclamó Hagrid.

—Hagrid, por favor —dijo la profesora McGonagall—, baja la voz.

—¿Cómo iba a saber yo que su turbación no se debía a lo que les había
pasado a Lily y a James? ¡Lo que le turbaba era la suerte de Quien Vosotros
Sabéis! Y entonces me dijo: «Dame a Harry, Hagrid. Soy su padrino. Yo
cuidaré de él...» ¡Ja! ¡Pero yo tenía órdenes de Dumbledore y le dije a Black
que no! Dumbledore me había dicho que Harry tenía que ir a casa de sus tíos.
Black discutió, pero al final tuvo que ceder. Me dijo que cogiera su moto para
llevar a Harry hasta la casa de los Dursley. «No la necesito ya», me dijo.


Tendría que haberme dado cuenta de que había algo raro en todo aquello.
Adoraba su moto. ¿Por qué me la daba? ¿Por qué decía que ya no la
necesitaba? La verdad es que una moto deja demasiadas huellas, es muy fácil
de seguir. Dumbledore sabía que él era el guardián de los Potter. Black tenía
que huir aquella noche. Sabía que el Ministerio no tardaría en perseguirlo. Pero
¿y si le hubiera entregado a Harry, eh? Apuesto a que lo habría arrojado de la
moto en alta mar. ¡Al hijo de su mejor amigo! Y es que cuando un mago se
pasa al lado tenebroso, no hay nada ni nadie que le importe...

Tras la perorata de Hagrid hubo un largo silencio. Luego, la señora
Rosmerta dijo con cierta satisfacción:

—Pero no consiguió huir; ¿verdad? El Ministerio de Magia lo atrapó al día
siguiente.

—¡Ah, si lo hubiéramos encontrado nosotros...! —dijo Fudge con
amargura—. No fuimos nosotros, fue el pequeño Peter Pettigrew: otro de los
amigos de Potter. Enloquecido de dolor; sin duda, y sabiendo que Black era el
guardián secreto de los Black, él mismo lo persiguió.

—¿Pettigrew...? ¿Aquel gordito que lo seguía a todas partes? —preguntó
la señora Rosmerta.

—Adoraba a Black y a Potter. Eran sus héroes —dijo la profesora
McGonagall—. No era tan inteligente como ellos y a menudo yo era brusca con
él. Podéis imaginaros cómo me pesa ahora... —Su voz sonaba como si tuviera
un resfriado repentino.

—Venga, venga, Minerva —le dijo Fudge amablemente—. Pettigrew murió
como un héroe. Los testigos oculares (muggles, por supuesto, tuvimos que
borrarles la memoria...) nos contaron que Pettigrew había arrinconado a Black.
Dicen que sollozaba: «¡A Lily y a James, Sirius! ¿Cómo pudiste...?» Y entonces
sacó la varita. Aunque, claro, Black fue más rápido. Hizo polvo a Pettigrew.

La profesora McGonagall se sonó la nariz y dijo con voz llorosa:

—¡Qué chico más alocado, qué bobo! Siempre fue muy malo en los duelos.
Tenía que habérselo dejado al Ministerio...

—Os digo que si yo hubiera encontrado a Black antes que Pettigrew, no
habría perdido el tiempo con varitas... Lo habría descuartizado, miembro por
miembro —gruñó Hagrid.

—No sabes lo que dices, Hagrid —dijo Fudge con brusquedad—. Nadie
salvo los muy preparados Magos de Choque del Grupo de Operaciones
Mágicas Especiales habría tenido una oportunidad contra Black, después de
haberlo acorralado. En aquel entonces yo era el subsecretario del Departamento
de Catástrofes en el Mundo de la Magia, y fui uno de los primeros en
personarse en el lugar de los hechos cuando Black mató a toda aquella gente.
Nunca, nunca lo olvidaré. Todavía a veces sueño con ello. Un cráter en el
centro de la calle, tan profundo que había reventado las alcantarillas. Había
cadáveres por todas partes. Muggles gritando. Y Black allí, riéndose, con los


restos de Pettigrew delante... Una túnica manchada de sangre y unos... unos
trozos de su cuerpo.

La voz de Fudge se detuvo de repente. Cinco narices se sonaron.

—Bueno, ahí lo tienes, Rosmerta —dijo Fudge con la voz tomada—. A
Black se lo llevaron veinte miembros del Grupo de Operaciones Mágicas
Especiales, y Pettigrew fue investido Caballero de primera clase de la Orden de
Merlín, que creo que fue de algún consuelo para su pobre madre. Black ha
estado desde entonces en Azkaban.

La señora Rosmerta dio un largo suspiro.

—¿Es cierto que está loco, señor ministro?

—Me gustaría poder asegurar que lo estaba —dijo Fudge—. Ciertamente
creo que la derrota de su amo lo trastornó durante algún tiempo. El asesinato
de Pettigrew y de todos aquellos muggles fue la acción de un hombre
acorralado y desesperado: cruel, inútil, sin sentido. Sin embargo, en mi última
inspección de Azkaban pude ver a Black. La mayoría de los presos que hay allí
hablan en la oscuridad consigo mismos. Han perdido el juicio... Pero me quedé
sorprendido de lo normal que parecía Black. Estuvo hablando conmigo con
total sensatez. Fue desconcertante. Me dio la impresión de que se aburría. Me
preguntó si había acabado de leer el periódico. Tan sereno como os podáis
imaginar; me dijo que echaba de menos los crucigramas. Sí, me quedé
estupefacto al comprobar el escaso efecto que los dementores parecían tener
sobre él. Y él era uno de los que estaban más vigilados en Azkaban, ¿sabéis?
Tenía dementores ante la puerta día y noche.

—Pero ¿qué pretende al fugarse? —preguntó la señora Rosmerta—. ¡Dios
mío, señor ministro! No intentará reunirse con Quien Usted Sabe, ¿verdad?

—Me atrevería a afirmar que es su... su... objetivo final —respondió Fudge
evasivamente—. Pero esperamos atraparlo antes. Tengo que decir que Quien
Tú Sabes, solo y sin amigos, es una cosa... pero con su más devoto seguidor,
me estremezco al pensar lo poco que tardará en volver a alzarse...

Hubo un sonido hueco, como cuando el vidrio golpea la madera. Alguien
había dejado su vaso.

—Si tiene que cenar con el director, Cornelius, lo mejor será que nos
vayamos acercando al castillo.

Todos los pies que había ante Harry volvieron a soportar el cuerpo de sus
propietarios. La parte inferior de las capas se balanceó y los llamativos tacones
de la señora Rosmerta desaparecieron tras el mostrador. Volvió a abrirse la
puerta de Las Tres Escobas, entró otra ráfaga de nieve y los profesores
desaparecieron.

—¿Harry?

Las caras de Ron y Hermione se asomaron bajo la mesa. Los dos lo


miraron fijamente, sin saber qué decir.

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