Harry tardó varios días en acostumbrarse a su nueva libertad. Nunca se había
podido levantar a la hora que quería, ni comer lo que le gustaba. Podía ir donde
le apeteciera, siempre y cuando estuviera en el callejón Diagon, y como esta
calle larga y empedrada rebosaba de las tiendas de brujería más fascinantes
del mundo, Harry no sentía ningún deseo de incumplir la palabra que le había
dado a Fudge ni de extraviarse por el mundo muggle.
Desayunaba por las mañanas en el Caldero Chorreante, donde disfrutaba
viendo a los demás huéspedes: brujas pequeñas y graciosas que habían
llegado del campo para pasar un día de compras; magos de aspecto venerable
que discutían sobre el último artículo aparecido en la revista La transformación
moderna; brujos de aspecto primitivo; enanitos escandalosos; y, en cierta
ocasión, una bruja malvada con un pasamontañas de gruesa lana, que pidió un
plato de hígado crudo.
Después del desayuno, Harry salía al patio de atrás, sacaba la varita
mágica, golpeaba el tercer ladrillo de la izquierda por encima del cubo de la
basura, y se quedaba esperando hasta que se abría en la pared el arco que
daba al callejón Diagon.
Harry pasaba aquellos largos y soleados días explorando las tiendas y
comiendo bajo sombrillas de brillantes colores en las terrazas de los cafés,
donde los ocupantes de las otras mesas se enseñaban las compras que habían
hecho («es un lunascopio, amigo mío, se acabó el andar con los mapas
lunares, ¿te das cuenta?») o discutían sobre el caso de Sirius Black («yo no
pienso dejar a ninguno de mis chicos que salga solo hasta que Sirius vuelva a
Azkaban»). Harry ya no tenía que hacer los deberes bajo las mantas y a la luz
de una vela; ahora podía sentarse, a plena luz del día, en la terraza de la
Heladería Florean Fortescue, y terminar todos los trabajos con la ocasional
ayuda del mismo Florean Fortescue, quien, además de saber mucho sobre la
quema de brujas en los tiempos medievales, daba gratis a Harry, cada media
hora, un helado de crema y caramelo.
Después de llenar el monedero con galeones de oro, sickles de plata y
knuts de bronce de su cámara acorazada en Gringotts, necesitó mucho
dominio para no gastárselo todo enseguida. Tenía que recordarse que aún le
quedaban cinco años en Hogwarts, e imaginarse pidiéndoles dinero a los
Dursley para libros de hechizos. Para no caer en la tentación de comprarse un
juego de gobstones de oro macizo (un juego mágico muy parecido a las
canicas, en el que las bolas lanzan un líquido de olor repugnante a la cara del
jugador que pierde un punto). También le tentaba una gran bola de cristal con
una galaxia en miniatura dentro, que habría venido a significar que no tendría
que volver a recibir otra clase de astronomía. Pero lo que más a prueba puso
su decisión apareció en su tienda favorita (Artículos de Calidad para el Juego
del Quidditch) a la semana de llegar al Caldero Chorreante.
Deseoso de enterarse de qué era lo que observaba la multitud en la tienda,
Harry se abrió paso para entrar; apretujándose entre brujos y brujas
emocionados, hasta que vio, en un expositor; la escoba más impresionante que
había visto en su vida.
—Acaba de salir... prototipo... —le decía un brujo de mandíbula cuadrada a
su acompañante.
—Es la escoba más rápida del mundo, ¿a que sí, papá? —gritó un
muchacho más pequeño que Harry, que iba colgado del brazo de su padre.
El propietario de la tienda decía a la gente:
—¡La selección de Irlanda acaba de hacer un pedido de siete de estas
maravillas! ¡Es la escoba favorita de los Mundiales!
Al apartar a una bruja de gran tamaño, Harry pudo leer el letrero que había
al lado de la escoba:
SAETA DE FUEGO
Este ultimísimo modelo de escoba de carreras dispone de un palo de
fresno ultra fino y aerodinámico, tratado con una cera durísima, y está
numerado a mano con su propia matrícula. Cada una de las ramitas de
abedul de la cola ha sido especialmente seleccionada y afilada hasta
conseguir la perfección aerodinámica. Todo ello otorga a la Saeta de
Fuego un equilibrio insuperable y una precisión milimétrica. La Saeta
de Fuego tiene una aceleración de 0 a 240 km/hora en diez segundos,
e incorpora un sistema indestructible de frenado por encantamiento.
Preguntar precio en el interior
Preguntar el precio... Harry no quería ni imaginar cuanto costaría la Saeta
de Fuego. Nunca le había apetecido nada tanto como aquello... Pero nunca
había perdido un partido de quidditch en su Nimbus 2.000, ¿y de qué le servía
dejar vacía su cámara de seguridad de Gringotts para comprarse la Saeta de
Fuego teniendo ya una escoba muy buena? Harry no preguntó el precio, pero
regresó a la tienda casi todos los días sólo para contemplar la Saeta de Fuego.
Sin embargo, había cosas que Harry tenía que comprar. Fue a la botica para
aprovisionarse de ingredientes para pociones, y como la túnica del colegio le
quedaba ya demasiado corta tanto por las piernas como por los brazos, visitó la
tienda de Túnicas para Cualquier Ocasión de la señora Malkin y compró otra
nueva. Y lo más importante de todo: tenía que comprar los libros de texto para
sus dos nuevas asignaturas: Cuidado de Criaturas Mágicas y Adivinación.
Harry se sorprendió al mirar el escaparate de la librería. En lugar de la
acostumbrada exhibición de libros de hechizos, repujados en oro y del tamaño
de losas de pavimentar había una gran jaula de hierro que contenía cien
ejemplares de El monstruoso libro de los monstruos. Por todas partes caían
páginas de los ejemplares que se peleaban entre sí, mordiéndose
violentamente, enzarzados en furiosos combates de lucha libre.
Harry sacó del bolsillo la lista de libros y la consultó por primera vez. El
monstruoso libro de los monstruos aparecía mencionado como uno de los
textos programados para la asignatura de Cuidado de Criaturas Mágicas. En
ese momento Harry comprendió por qué Hagrid le había dicho que podía serle
útil. Sintió alivio. Se había preguntado si Hagrid tendría problemas con algún
nuevo y terrorífico animal de compañía.
Cuando Harry entró en Flourish y Blotts, el dependiente se acercó a él.
—¿Hogwarts? —preguntó de golpe—. ¿Vienes por los nuevos libros?
—Sí —respondió Harry—. Necesito...
—Quítate de en medio —dijo el dependiente con impaciencia, haciendo a
Harry a un lado. Se puso un par de guantes muy gruesos, cogió un bastón
grande, con nudos, y se dirigió a la jaula de los libros monstruosos.
—Espere —dijo Harry con prontitud—, ése ya lo tengo.
—¿Sí? —El rostro del dependiente brilló de alivio—. ¡Cuánto me alegro! Ya
me han mordido cinco veces en lo que va de día.
Desgarró el aire un estruendoso rasguido. Dos libros monstruosos
acababan de atrapar a un tercero y lo estaban desgarrando.
—¡Basta ya! ¡Basta ya! —gritó el dependiente, metiendo el bastón entre los
barrotes para separarlos—. ¡No pienso volver a pedirlos, nunca más! ¡Ha sido
una locura! Pensé que no podía haber nada peor que cuando trajeron los
doscientos ejemplares del Libro invisible de la invisibilidad. Costaron una
fortuna y nunca los encontramos... Bueno, ¿en qué puedo servirte?
—Necesito Disipar las nieblas del futuro, de Cassandra Vablatsky —dijo
Harry, consultando la lista de libros.
—Ah, vas a comenzar Adivinación, ¿verdad? —dijo el dependiente
quitándose los guantes y conduciendo a Harry a la parte trasera de la tienda,
donde había una sección dedicada a la predicción del futuro. Había una
pequeña mesa rebosante de volúmenes con títulos como Predecir lo impredecible,
Protégete de los fallos y accidentes, Cuando el destino es adverso.
—Aquí tienes —le dijo el dependiente, que había subido unos peldaños
para bajar un grueso libro de pasta negra—: Disipar las nieblas del futuro, una
guía excelente de métodos básicos de adivinación: quiromancia, bolas de
cristal, entrañas de animales...
Pero Harry no escuchaba. Su mirada había ido a posarse en otro libro que
estaba entre los que había expuestos en una pequeña mesa: Augurios de
muerte: qué hacer cuando sabes que se acerca lo peor.
—Yo en tu lugar no leería eso —dijo suavemente el dependiente, al ver lo
que Harry estaba mirando—. Comenzarás a ver augurios de muerte por todos
lados. Ese libro consigue asustar al lector hasta matarlo de miedo.
Pero Harry siguió examinando la portada del libro. Mostraba un perro
negro, grande como un oso, con ojos brillantes. Le resultaba extrañamente
familiar...
El dependiente puso en las manos de Harry el ejemplar de Disipar las
nieblas del futuro.
—¿Algo más? —preguntó.
—Sí —dijo Harry, algo aturdido, apartando los ojos de los del perro y
consultando la lista de libros—: Necesito... Transformación, nivel intermedio y
Libro reglamentario de hechizos, curso 3º.
Diez minutos después, Harry salió de Flourish y Blotts con sus nuevos
libros bajo el brazo, y volvió al Caldero Chorreante sin apenas darse cuenta de
por dónde iba, y chocando con varias personas.
Subió las escaleras que llevaban a su habitación, entró en ella y arrojó los
libros sobre la cama. Alguien la había hecho. Las ventanas estaban abiertas y
el sol entraba a raudales. Harry oía los autobuses que pasaban por la calle
muggle que quedaba detrás de él, fuera de la vista; y el alboroto de la multitud
invisible, abajo, en el callejón Diagon. Se vio reflejado en el espejo que había
en el lavabo.
—No puede haber sido un presagio de muerte —le dijo a su reflejo con
actitud desafiante—. Estaba muerto de terror cuando vi aquello en la calle
Magnolia. Probablemente no fue más que un perro callejero.
Alzó la mano de forma automática, e intentó alisarse el pelo.
—Es una batalla perdida —le respondió el espejo con voz silbante.
Al pasar los días, Harry empezó a buscar con más ahínco a Ron y a Hermione.
Por aquellos días llegaban al callejón Diagon muchos alumnos de Hogwarts, ya
que faltaba poco para el comienzo del curso. Harry se encontró a Seamus
Finnigan y a Dean Thomas, compañeros de Gryffindor; en la tienda Artículos de
Calidad para el Juego del Quidditch, donde también ellos se comían con los
ojos la Saeta de Fuego; se tropezó también, en la puerta de Flourish y Blotts,
con el verdadero Neville Longbottom, un muchacho despistado de cara
redonda. Harry no se detuvo para charlar; Neville parecía haber perdido la lista
de los libros, y su abuela, que tenía un aspecto temible, le estaba riñendo.
Harry deseó que ella nunca se enterara de que él se había hecho pasar por su
nieto cuando intentaba escapar del Ministerio de Magia.
Harry despertó el último día de vacaciones pensando en que vería a Ron y
a Hermione al día siguiente, en el expreso de Hogwarts. Se levantó, se vistió,
fue a contemplar por última vez la Saeta de Fuego, y se estaba preguntando
dónde comería cuando alguien gritó su nombre. Se volvió.
—¡Harry! ¡HARRY!
Allí estaban los dos, sentados en la terraza de la heladería Florean
Fortescue. Ron, más pecoso que nunca; Hermione, muy morena; y los dos le
llamaban la atención con la mano.
—¡Por fin! —dijo Ron, sonriendo a Harry de oreja a oreja cuando éste se
sentó—. Hemos estado en el Caldero Chorreante, pero nos dijeron que habías
salido, y luego hemos ido a Flourish y Blotts, y al establecimiento de la señora
Malkin, y...
—Compré la semana pasada todo el material escolar. ¿Y cómo os
enterasteis de que me alojo en el Caldero Chorreante?
—Mi padre —contestó Ron escuetamente.
Seguro que el señor Weasley, que trabajaba en el Ministerio de Magia,
había oído toda la historia de lo que le había ocurrido a tía Marge.
—¿Es verdad que inflaste a tu tía, Harry? —preguntó Hermione muy seria.
—Fue sin querer —respondió Harry, mientras Ron se partía de risa—.
Perdí el control.
—No tiene ninguna gracia, Ron —dijo Hermione con severidad—.
Verdaderamente, me sorprende que no te hayan expulsado.
—A mí también —admitió Harry—. No sólo expulsado: lo que más temía
era ser arrestado. —Miró a Ron—: ¿No sabrá tu padre por qué me ha
perdonado Fudge el castigo?
—Probablemente, porque eres tú. ¿No puede ser ése el motivo? —
Encogió los hombros, sin dejar de reírse—. El famoso Harry Potter. No me
gustaría enterarme de lo que me haría a mí el Ministerio si se me ocurriera
inflar a mi tía. Pero primero me tendrían que desenterrar; porque mi madre me
habría matado. De cualquier manera, tú mismo le puedes preguntar a mi padre
esta tarde. ¡Esta noche nos alojamos también en el Caldero Chorreante!
Mañana podrás venir con nosotros a King’s Cross. ¡Ah, y Hermione también se
aleja allí!
La muchacha asintió con la cabeza, sonriendo.
—Mis padres me han traído esta mañana, con todas mis cosas del colegio.
—¡Estupendo! —dijo Harry, muy contento—. ¿Habéis comprado ya todos
los libros y el material para el próximo curso?
—Mira esto —dijo Ron, sacando de una mochila una caja delgada y
alargada, y abriéndola—: una varita mágica nueva. Treinta y cinco centímetros,
madera de sauce, con un pelo de cola de unicornio. Y tenemos todos los libros.
—Señaló una mochila grande que había debajo de su silla—. ¿Y qué te
parecen los libros monstruosos? El librero casi se echó a llorar cuando le
dijimos que queríamos dos.
—¿Y qué es todo eso, Hermione? —preguntó Harry, señalando no una
sino tres mochilas repletas que había a su lado, en una silla.
—Bueno, me he matriculado en más asignaturas que tú, ¿no te acuerdas?
—dijo Hermione—. Son mis libros de Aritmancia, Cuidado de Criaturas
Mágicas, Adivinación, Estudio de las Runas Antiguas, Estudios Muggles...
—¿Para qué quieres hacer Estudios Muggles? —preguntó Ron
volviéndose a Harry y poniendo los ojos en blanco—. ¡Tú eres de sangre
muggle! ¡Tus padres son muggles! ¡Ya lo sabes todo sobre los muggles!
—Pero será fascinante estudiarlos desde el punto de vista de los magos —
repuso Hermione con seriedad.
—¿Tienes pensado comer o dormir este curso en algún momento,
Hermione? —preguntó Harry mientras Ron se reía.
Hermione no les hizo caso:
—Todavía me quedan diez galeones —dijo comprobando su monedero—.
En septiembre es mi cumpleaños, y mis padres me han dado dinero para
comprarme el regalo de cumpleaños por adelantado.
—¿Por qué no te compras un libro? —dijo Ron poniendo voz cándida.
—No, creo que no —respondió Hermione sin enfadarse—. Lo que más me
apetece es una lechuza. Harry tiene a Hedwig y tú tienes a Errol...
—No, no es mío. Errol es de la familia. Lo único que poseo es a Scabbers.
—Se sacó la rata del bolsillo—. Quiero que le hagan un chequeo —añadió,
poniendo a Scabbers en la mesa, ante ellos—. Me parece que Egipto no le ha
sentado bien.
Scabbers estaba más delgada de lo normal y tenía mustios los bigotes.
—Ahí hay una tienda de animales mágicos —dijo Harry, que por entonces
conocía ya bastante bien el callejón Diagon—. Puedes mirar a ver si tienen
algo para Scabbers. Y Hermione se puede comprar una lechuza.
Así que pagaron los helados, cruzaron la calle para ir a la tienda de
animales.
No había mucho espacio dentro. Hasta el último centímetro de la pared
estaba cubierto por jaulas. Olía fuerte y había mucho ruido, porque los
ocupantes de las jaulas chillaban, graznaban, silbaban o parloteaban. La bruja
que había detrás del mostrador estaba aconsejando a un cliente sobre el
cuidado de los tritones de doble cola, así que Harry, Ron y Hermione
esperaron, observando las jaulas.
Un par de sapos rojos y muy grandes estaban dándose un banquete con
moscardas muertas; cerca del escaparate brillaba una tortuga gigante con
joyas incrustadas en el caparazón; serpientes venenosas de color naranja
trepaban por las paredes de su urna de cristal; un conejo gordo y blanco se
transformaba sin parar en una chistera de seda y volvía a su forma de conejo
haciendo «¡plop!». Había gatos de todos los colores, una escandalosa jaula de
cuervos, un cesto con pelotitas de piel del color de las natillas que zumbaban
ruidosamente y, encima del mostrador; una enorme jaula de ratas negras de
pelo lacio y brillante que jugaban a dar saltos sirviéndose de la cola larga y
pelada.
El cliente de los tritones de doble cola salió de la tienda y Ron se aproximó
al mostrador.
—Se trata de mi rata —le explicó a la bruja—. Desde que hemos vuelto de
Egipto está descolorida.
—Ponla en el mostrador —le dijo la bruja, sacando unas gruesas gafas
negras del bolsillo.
Ron sacó a Scabbers y la puso junto a la jaula de las ratas, que dejaron
sus juegos y corrieron a la tela metálica para ver mejor. Como casi todo lo que
Ron tenía, Scabbers era de segunda mano (antes había pertenecido a su
hermano Percy) y estaba un poco estropeada. Comparada con las flamantes
ratas de la jaula, tenía un aspecto muy desmejorado.
—Hum —dijo la bruja, cogiendo y levantando a Scabbers—, ¿cuántos años
tiene?
—No lo sé —respondió Ron—. Es muy vieja. Era de mi hermano.
—¿Qué poderes tiene? —preguntó la bruja examinando a Scabbers de
cerca.
—Bueenoooo... —dijo Ron.
La verdad era que Scabbers nunca había dado el menor indicio de poseer
ningún poder que mereciera la pena. Los ojos de la bruja se desplazaron desde
la partida oreja izquierda de la rata a su pata delantera, a la que le faltaba un
dedo, y chascó la lengua en señal de reprobación.
—Ha pasado lo suyo —comentó la bruja.
—Ya estaba así cuando me la pasó Percy —se defendió Ron.
—No se puede esperar que una rata ordinaria, común o de jardín como
ésta viva mucho más de tres años —dijo la bruja—. Ahora bien, si buscas algo
un poco más resistente, quizá te guste una de éstas...
Señaló las ratas negras, que volvieron a dar saltitos. Ron murmuró:
—Presumidas.
—Bueno, si no quieres reemplazarla, puedes probar a darle este tónico
para ratas —dijo la bruja, sacando una pequeña botella roja de debajo del
mostrador.
—Vale —dijo Ron—. ¿Cuánto...? ¡Ay!
Ron se agachó cuando algo grande de color canela saltó desde la jaula
más alta, se le posó en la cabeza y se lanzó contra Scabbers, bufando sin
parar.
—¡No, Crookshanks, no! —gritó la bruja, pero Scabbers salió disparada de
sus manos como una pastilla de jabón, aterrizó despatarrada en el suelo y huyó
hacia la puerta.
—¡Scabbers! —gritó Ron, saliendo de la tienda a toda velocidad, detrás de
la rata; Harry lo siguió.
Tardaron casi diez minutos en encontrar a Scabbers, que se había
refugiado bajo una papelera, en la puerta de la tienda de Artículos de Calidad
para el Juego del Quidditch. Ron volvió a guardarse la rata, que estaba
temblando. Se estiró y se rascó la cabeza.
—¿Qué ha sido?
—O un gato muy grande o un tigre muy pequeño —respondió Harry.
—¿Dónde está Hermione?
—Supongo que comprando la lechuza.
Volvieron por la calle abarrotada de gente hasta la tienda de animales
mágicos. Llegaron cuando salía Hermione, pero no llevaba ninguna lechuza:
llevaba firmemente sujeto el enorme gato de color canela.
—¿Has comprado ese monstruo? —preguntó Ron pasmado.
—Es precioso, ¿verdad? —preguntó Hermione, rebosante de alegría.
«Sobre gustos no hay nada escrito», pensó Harry. El pelaje canela del gato
era espeso, suave y esponjoso, pero el animal tenía las piernas combadas y
una cara de mal genio extrañamente aplastada, como si hubiera chocado de
cara contra un tabique. Sin embargo, en aquel momento en que Scabbers no
estaba a la vista, el gato ronroneaba suavemente, feliz en los brazos de
Hermione.
—¡Hermione, ese ser casi me deja sin pelo!
—No lo hizo a propósito, ¿verdad, Crookshanks? —dijo Hermione.
—¿Y qué pasa con Scabbers? —preguntó Ron, señalando el bolsillo que
tenía a la altura del pecho—. ¡Necesita descanso y tranquilidad! ¿Cómo va a
tenerlos con ese ser cerca?
—Eso me recuerda que te olvidaste el tónico para ratas —dijo Hermione,
entregándole a Ron la botellita roja—. Y deja de preocuparte. Crookshanks
dormirá en mi dormitorio y Scabbers en el tuyo, ¿qué problema hay? El pobre
Crookshanks... La bruja me dijo que llevaba una eternidad en la tienda. Nadie
lo quería.
—Me pregunto por qué —dijo Ron sarcásticamente, mientras emprendían
el camino del Caldero Chorreante. Encontraron al señor Weasley sentado en el
bar leyendo El Profeta.
—¡Harry! —dijo levantando la vista y sonriendo—, ¿cómo estás?
—Bien, gracias —dijo Harry en el momento en que él, Ron y Hermione
llegaban con todas sus compras.
El señor Weasley dejó el periódico, y Harry vio la fotografía ya familiar de
Sirius Black, mirándole.
—¿Todavía no lo han cogido? —preguntó.
—No —dijo el señor Weasley con el semblante preocupado—. En el
Ministerio nos han puesto a todos a trabajar en su busca, pero hasta ahora no
se ha conseguido nada.
—¿Tendríamos una recompensa si lo atrapáramos? —preguntó Ron—.
Estaría bien conseguir algo más de dinero...
—No seas absurdo, Ron —dijo el señor Weasley, que, visto más de cerca,
parecía muy tenso—. Un brujo de trece años no va a atrapar a Black. Lo
cogerán los guardianes de Azkaban. Ya lo verás.
En ese momento entró en el bar la señora Weasley cargada con compras y
seguida por los gemelos Fred y George, que iban a empezar quinto curso en
Hogwarts, Percy, último Premio Anual, y Ginny, la menor de los Weasley.
Ginny, que siempre se había sentido un poco cohibida en presencia de
Harry, parecía aún más tímida de lo normal. Tal vez porque él le había salvado
la vida en Hogwarts durante el último curso. Se puso colorada y murmuró
«hola» sin mirarlo. Percy, sin embargo, le tendió la mano de manera solemne,
como si él y Harry no se hubieran visto nunca, y le dijo:
—Es un placer verte, Harry.
—Hola, Percy —contestó Harry, tratando de contener la risa.
—Espero que estés bien —dijo Percy ceremoniosamente, estrechándole la
mano. Era como ser presentado al alcalde.
—Muy bien, gracias...
—¡Harry! —dijo Fred, quitando a Percy de en medio de un codazo, y
haciendo ante él una profunda reverencia—. Es estupendo verte, chico...
—Maravilloso —dijo George, haciendo a un lado a Fred y cogiéndole la
mano a Harry—. Sencillamente increíble.
Percy frunció el entrecejo.
—Ya vale —dijo la señora Weasley.
—¡Mamá! —dijo Fred, como si acabara de verla, y también le estrechó la
mano—. Esto es fabuloso...
—He dicho que ya vale —dijo la señora Weasley, depositando sus
compras sobre una silla vacía—. Hola, Harry, cariño. Supongo que has oído ya
todas nuestras emocionantes noticias. —Señaló la insignia de plata recién
estrenada que brillaba en el pecho de Percy—. El segundo Premio Anual de la
familia —dijo rebosante de orgullo.
—Y último —dijo Fred en un susurro.
—De eso no me cabe ninguna duda —dijo la señora Weasley, frunciendo
de repente el entrecejo—. Ya me he dado cuenta de que no os han hecho
prefectos.
—¿Para qué queremos ser prefectos? —dijo George, a quien la sola idea
parecía repugnarle—. Le quitaría a la vida su lado divertido.
Ginny se rió.
—¿Quieres hacer el favor de darle a tu hermana mejor ejemplo? —dijo
cortante la señora Weasley.
—Ginny tiene otros hermanos para que le den buen ejemplo —respondió
Percy con altivez—. Voy a cambiarme para la cena...
Se fue y George dio un suspiro.
—Intentamos encerrarlo en una pirámide —le dijo a Harry—, pero mi
madre nos descubrió.
Aquella noche la cena resulto muy agradable. Tom, el tabernero, junto tres
mesas del comedor; y los siete Weasley, Harry y Hermione tomaron los cinco
deliciosos platos de la cena.
—¿Cómo iremos a King’s Cross mañana, papá? —preguntó Fred en el
momento en que probaban un suculento pudín de chocolate.
—El Ministerio pone a nuestra disposición un par de coches —respondió el
señor Weasley.
Todos lo miraron.
—¿Por qué? —preguntó Percy con curiosidad.
—Por ti, Percy —dijo George muy serio—. Y pondrán banderitas en el
capó, con las iniciales «P. A.» en ellas...
—Por «Presumido del Año» —dijo Fred.
Todos, salvo Percy y la señora Weasley, soltaron una carcajada.
—¿Por qué nos proporciona coches el Ministerio, padre? —preguntó Percy
con voz de circunstancias.
—Bueno, como ya no tenemos coche, me hacen ese favor; dado que soy
funcionario.
Lo dijo sin darle importancia, pero Harry notó que las orejas se le habían
puesto coloradas, como las de Ron cuando se azoraba.
—Menos mal —dijo la señora Weasley con voz firme—. ¿Os dais cuenta
de la cantidad de equipaje que lleváis entre unos y otros? Qué buena estampa
haríais en el metro muggle... Lo tenéis ya todo listo, ¿verdad?
—Ron no ha metido aún las cosas nuevas en el baúl —dijo Percy con tono
de resignación—. Las ha dejado todas encima de mi cama.
—Lo mejor es que vayas a preparar el equipaje, Ron, porque mañana por
la mañana no tendremos mucho tiempo —le reprendió la señora Weasley.
Ron miró a Percy con cara de pocos amigos.
Después de la cena todos se sentían algo pesados y adormilados. Uno por
uno fueron subiendo las escaleras hacia las habitaciones, para ultimar el
equipaje del día siguiente. La habitación de Ron y Percy era contigua a la de
Harry. Acababa de cerrar su baúl con llave cuando oyó voces de enfado a
través de la pared, y fue a ver qué ocurría.
La puerta de la habitación 12 estaba entreabierta, y Percy gritaba.
—Estaba aquí, en la mesita. Me la quité para sacarle brillo.
—No la he tocado, ¿te enteras? —gritaba Ron a su vez.
—¿Qué ocurre? —preguntó Harry.
—Mi insignia de Premio Anual ha desaparecido —dijo Percy volviéndose a
Harry.
—Lo mismo ha ocurrido con el tónico para ratas de Scabbers —añadió
Ron, sacando las cosas de su baúl para comprobarlas—. Puede que me lo
haya olvidado en el bar...
—¡Tú no te mueves de aquí hasta que aparezca mi insignia! —gritó Percy.
—Yo iré por lo de Scabbers, ya he terminado de preparar el equipaje —dijo
Harry a Ron.
Harry se hallaba en mitad de las escaleras, que estaban muy oscuras,
cuando oyó dos voces airadas que procedían del comedor. Tardó un segundo
en reconocer que eran las de los padres de Ron. Se quedó dudando, porque
no quería que ellos se dieran cuenta de que los había oído discutiendo, y el
sonido de su propio nombre le hizo detenerse y luego acercarse a la puerta del
comedor.
—No tiene ningún sentido ocultárselo —decía acaloradamente el señor
Weasley—. Harry tiene derecho a saberlo. He intentado decírselo a Fudge,
pero se empeña en tratar a Harry como a un niño. Tiene trece años y...
—¡Arthur, la verdad le aterrorizaría! —dijo la señora Weasley en voz muy
alta—. ¿Quieres de verdad enviar a Harry al colegio con esa espada de
Damocles? ¡Por Dios, está muy tranquilo sin saber nada!
—No quiero asustarlo, ¡quiero prevenirlo! —contestó el señor Weasley—.
Ya sabes cómo son Harry y Ron, que se escapan por ahí. Se han internado en
el bosque prohibido dos veces. ¡Pero Harry no debe hacer lo mismo en este
curso! ¡Cada vez que pienso lo que podía haberle sucedido la otra noche,
cuando se escapó de casa...! Si el autobús noctámbulo no lo hubiera recogido,
me juego lo que sea a que el Ministerio lo hubiera encontrado muerto.
—Pero no está muerto, está bien, así que ¿de qué sirve...?
—Molly: dicen que Sirius Black está loco, y quizá lo esté, pero fue lo
bastante inteligente para escapar de Azkaban, y se supone que eso es
imposible. Han pasado tres semanas y no le han visto el pelo. Y me da igual
todo lo que declara Fudge a El Profeta: no estamos más cerca de pillarlo que
de inventar varitas mágicas que hagan los hechizos solas. Lo único que
sabemos con seguridad es que Black va detrás...
—Pero Harry estará a salvo en Hogwarts.
—Pensábamos que Azkaban era una prisión completamente segura. Si
Black es capaz de escapar de Azkaban, será capaz de entrar en Hogwarts.
—Pero nadie está realmente seguro de que Black vaya en pos de Harry...
Se oyó un golpe y Harry supuso que el señor Weasley había dado un
puñetazo en la mesa.
—Molly, ¿cuántas veces te tengo que decir que... que no lo han dicho en la
prensa porque Fudge quería mantenerlo en secreto? Pero Fudge fue a
Azkaban la noche que Black se escapó. Los guardias le dijeron a Fudge que
hacía tiempo que Black hablaba en sueños. Siempre decía las mismas palabras:
«Está en Hogwarts, está en Hogwarts.» Black está loco, Molly, y quiere
matar a Harry. Si me preguntas por qué, creo que Black piensa que con su
muerte Quien Tú Sabes volvería al poder. Black lo perdió todo la noche en que
Harry detuvo a Quien Tú Sabes. Y se ha pasado diez años solo en Azkaban,
rumiando todo eso...
Se hizo el silencio. Harry pegó aún más el oído a la puerta.
—Bien, Arthur. Debes hacer lo que te parezca mejor. Pero te olvidas de
Albus Dumbledore. Creo que nada le podría hacer daño en Hogwarts mientras
él sea el director. Supongo que estará al corriente de todo esto.
—Por supuesto que sí. Tuvimos que pedirle permiso para que los guardias
de Azkaban se apostaran en los accesos al colegio. No le hizo mucha gracia,
pero accedió.
—¿No le hizo gracia? ¿Por qué no, si están ahí para atrapar a Black?
—Dumbledore no les tiene mucha simpatía a los guardias de Azkaban —
respondió el señor Weasley con disgusto—. Tampoco yo se la tengo, si nos
ponemos así... Pero cuando se trata con alguien como Black, hay que unir
fuerzas con los que uno preferiría evitar.
—Si salvan a Harry...
—En ese caso, no volveré a decir nada contra ellos —dijo el señor
Weasley con cansancio—. Es tarde, Molly. Será mejor que subamos...
Harry oyó mover las sillas. Tan sigilosamente como pudo, se alejó para no
ser visto por el pasadizo que conducía al bar.
La puerta del comedor se abrió y segundos después el rumor de pasos le
indicó que los padres de Ron subían las escaleras.
La botella de tónico para las ratas estaba bajo la mesa a la que se habían
sentado. Harry esperó hasta oír cerrarse la puerta del dormitorio de los padres
de Ron y volvió a subir por las escaleras, con la botella.
Fred y George estaban agazapados en la sombra del rellano de la
escalera, partiéndose de risa al oír a Percy poniendo patas arriba la habitación
que compartía con Ron, en busca de la insignia.
—La tenemos nosotros —le susurró Fred al oído—. La hemos mejorado.
En la insignia se leía ahora: Premio Asnal.
Harry lanzó una risa forzada. Le llevó a Ron el tónico para ratas, se
encerró en la habitación y se echó en la cama.
Así que Sirius Black iba tras él. Eso lo explicaba todo. Fudge había sido
indulgente con él porque estaba muy contento de haberlo encontrado con vida.
Le había hecho prometer a Harry que no saldría del callejón Diagon, donde
había un montón de magos para vigilarle. Y había mandado dos coches del
Ministerio para que fueran todos a la estación al día siguiente, para que los
Weasley pudieran proteger a Harry hasta que hubiera subido al tren.
Harry estaba tumbado, escuchando los gritos amortiguados que provenían
de la habitación de al lado, y se preguntó por qué no estaría más asustado.
Sirius Black había matado a trece personas con un hechizo; los padres de Ron,
obviamente, pensaban que Harry se aterrorizaría al enterarse de la verdad.
Pero Harry estaba completamente de acuerdo con la señora Weasley en que el
lugar más seguro de la Tierra era aquel en que estuviera Albus Dumbledore.
¿No decía siempre la gente que Dumbledore era la única persona que había
inspirado miedo a lord Voldemort? ¿No le daría a Black, siendo la mano
derecha de Voldemort, tanto miedo como a éste?
Y además estaban los guardias de Azkaban, de los que hablaba todo el
mundo. La mayoría de las personas les tenían un miedo irracional, y si estaban
apostados alrededor del colegio, las posibilidades de que Black pudiera entrar
parecían muy escasas. No, en realidad, lo que más preocupaba a Harry era
que ya no tenía ninguna posibilidad de que le permitieran visitar Hogsmeade.
Nadie querría dejarle abandonar la seguridad del castillo hasta que hubieran
atrapado a Black; de hecho, Harry sospechaba que vigilarían cada uno de sus
movimientos hasta que hubiera pasado el peligro.
Arrugó el ceño mirando al oscuro techo. ¿Creían que no era capaz de
cuidar de sí mismo? Había escapado tres veces de lord Voldemort. No era un
completo inútil...
Sin querer; le vino a la mente la silueta animal que había visto entre las
sombras en la calle Magnolia. Qué hacer cuando sabes que se acerca lo peor...
—No me van a matar —dijo Harry en voz alta.
—Así me gusta, amigo —contestó el espejo con voz soñolienta.
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